Unha escena maxistral en Mani

Last updated on 19 / Marzo/ 2012

Hai tempo faleiche da miña fascinación por un libro que rematara de ler, Roumeli, de Sir Patrick Leigh Fermor, un dos mellores libros de viaxes que teño lido. Se Roumeli narraba as peripecias de Sir Patrick polo norte de Grecia, Mani narra a súa vida ao sur do Peloponeso. Mani é tan fascinante como Roumeli. Pero non podo deixar de contarvos un dos máis fermosos parágrafos que teño lido da literatura de viaxes, da gastronómica, que carafio, da literatura mesma. Un texto que estes días compartín -na vida todo debera ser compartir- en voz baixa, léndoo. Este texto ten unha das escenas visuais máis poderosas que recordo en moito tempo. Estes días nos que eu tamén estarei de viaxe, quedará convosco.

Pensando en el pescado que se estaba asando, nuestras mentes se remontaron a unos cuantos años atrás, a Kalamata (ahora oculta al final del reluciente golfo).

Era pleno verano en aquel pueblo de un blanco que deslumbraba, y hacía un calor fulminante. Nos hallábamos en medio de alguna fiesta pública -¿habrá silo la de San Juan Bautista, que marca el solsticio vernal?- y la ribera estaba abarrotada de ciudadanos en estado de licuefacción. La excitación de la fiesta y la locura de la ola de calor flotaban en el aire. Las losas de la orilla, donde Joan, Xan Fielding y yo nos sentamos para cenar, emitían calor como una olla sin tapa. En una repentina y silenciosa decisión, nos metimos en el mar unos pocos metros, llevando con nosotros la mesa de hierro, y luego las tres sillas, en las que nos sentamos, con la refrescante agua por encima de nuestras cinturas, en torno a la mesa cuidadosamente puesta, que ahora parecía levitar mágicamente a ocho centímetros del agua. El camarero, que llegó poco después, quedó sorprendido al encontrarse con el espacio vacío en el muelle; luego, mirándonos con un rápidamente disimulado gesto de placer, se metió resueltamente en el mar, avanzó con la gravedad de un mayordomo, hasta que el agua le llegó a la cintura, y, diciendo tan sólo “Hora de cenar”, puso los platos ante nosotros: tres céfalos magníficamente asados, bien calientes, y con sus cobrizas escamas chispeando. Para disfrutar al máximo de su sabor marino, por un segundo, y teniéndolos de la cola, sumergimos los pescados en el mar circundante…Divertidos por este espectáculo, los comensales del muelle nos enviaron jarras y jarras de retsina hasta que ya no hubo espacio en la mesa. Pronto, una docena de botes se reunieron en torno a la circunferencia de la mesa, como los pétalos de una margarita. Desde sus botes, que se mecían con suavidad, los pescadores, inclinados, nos echaron una mano con esta repentina afluencia de vino y, para la hora en que la luna y Sirio se alzaron sobre este insólito simposio, apareció una mandolina, y las canciones mangas en alabanza del hachís se elevaron en la noche evanescente:

Cuando el narguile resplandece y burbujea
-gemían los pescadores-,
¡hermanos, ni una palabra! ¡Cuidaos!
Contemplad a nuestro alrededor a los
mangas
dando caladas a la hierba oriental…

One Comment

  1. 15 / Marzo/ 2012

    Esta claro que eran outros tempos!!!

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